martes, 2 de julio de 2013

TEXTO N°2

Fragmento “El club de los suicidas” (Stevenson, Louis) Libre de los juicios morales; y todo el que traspasaba las puertas del club disfrutaba ya de algunos de los privilegios de la tumba. Brindaban entre sí a la memoria de los otros y de los famosos suicidas del pasado. Explicaban y comparaban sus diferentes visiones de la muerte; algunos declaraban que no era más que oscuridad y cesación; otros albergaban la esperanza de que esa misma noche estarían escalando las estrellas y conversando con los muertos más ilustres.-¡A la eterna memoria del barón Trenck, ejemplo de suicidas! -gritó uno-. Pasó de una celda pequeña a otra más pequeña, para poder alcanzar al fin la libertad.-Por mi parte -dijo un segundo-, sólo deseo una venda para los ojos y algodón para los oídos. Sólo que no hay algodón lo bastante grueso en este mundo. Un tercero quería averiguar los misterios de la vida futura y un cuarto aseguraba que nunca se hubiera unido al club si no le hubieran inducido a creer en Darwin.-No puedo tolerar la idea de descender de un mono -afirmaba aquel curioso suicida. El príncipe se sintió decepcionado por el comportamiento y las conversaciones de los miembros del club. «No me parece un asunto para tanto alboroto -pensó-. Si un hombre ha decidido matarse, déjenle hacerlo como un caballero, ¡por Dios! Tanta charlatanería y tanta alharaca están fuera de lugar. »Entre tanto, el coronel Geraldine era presa de los más oscuros temores; el club y sus reglas eran todavía un misterio, y miró por la habitación buscando a alguien que pudiera tranquilizarle. En este recorrido, sus ojos se posaron en el paralítico de los lentes gruesos y, al verlo tan sereno, buscó al presidente, que entraba y salía de la habitación cumpliendo sus tareas, para pedirle que le presentara al caballero sentado en el diván. El presidente le explicó que tal formalidad era innecesaria entre los miembros del club, pero le presentó al señor Malthus. El señor Malthus miró al coronel con curiosidad y le ofreció tomar asiento a su derecha.-¿Es usted un miembro nuevo -dijo- y desea información? Ha venido a la fuente adecuada. Hace dos años que frecuento este club encantador. El coronel recuperó la respiración. Si el señor Malthus frecuentaba el lugar desde hacía dos años, debía haber poco peligro para el príncipe en una sola noche. Pero Geraldine continuaba asombrado y empezó a pensar que todo aquello era un misterio.-¿Cómo? -exclamó-. ¡Dos años! Yo creía... bueno, veo que me han gastado una broma.-En absoluto -repuso con suavidad el señor Malthus-. Mi caso es peculiar. No soy un suicida, hablando con propiedad, sino algo así como un socio honorario. Raramente vengo al club más de un par de veces cada dos meses. Mi enfermedad y la amabilidad del presidente me han procurado estos pequeños privilegios por los que, además, pago una cantidad suplementaría. He tenido una suerte extraordinaria.-Me temo -dijo el coronel-, que debo pedirle que sea más explícito. Recuerde que todavía no conozco muy bien las reglas del club. -Un socio normal, que acude aquí en busca de la muerte como usted -explicó el paralítico-, viene cada noche hasta que la suerte le favorece. Incluso, si están arruinados, pueden solicitar alojamiento y comida al presidente: algo muy agradable y limpio, según creo, aunque, por supuesto, nada de lujos; sería difícil si consideramos lo exiguo (si puedo expresarme así) de la suscripción. Y además la compañía del presidente ya es en sí misma un regalo.-¿De veras? -exclamó Geraldine-. Yo no he tenido esa impresión.-¡Oh! No conoce usted al hombre -dijo el señor Malthus-, es el tipo más divertido. ¡Qué anécdotas! ¡Qué cinismo! Es admirable lo que sabe de la vida y, entre nosotros, es probablemente el pícaro más grande de la Cristiandad. ¿Y también es permanente, como usted, si puedo preguntarlo sin ofenderle? -inquirió el coronel.-Sí, es permanente es un sentido bastante diferente al mío -respondió el señor Malthus-. Yo he sido graciosamente apartado de momento, pero al final tendré que partir. Él no juega nunca. Baraja parte y reparte para el club, y se ocupa de solucionarlo todo. Este hombre, mi querido señor Hammersmith, es el verdadero espíritu del ingenio. Lleva tres años desarrollando en Londres su vocación, tan beneficiosa y, me atrevería a decir, incluso artística, y no se ha levantado el menor murmullo de sospecha. Personalmente, opino que es un hombre con inspiración. Sin duda recordará usted el célebre caso, ocurrido hace seis meses, del caballero que se envenenó accidentalmente en una farmacia, ¿verdad? Pues fue una de sus ideas menos ricas y menos osadas; ¡cuán sencillo y cuán seguro!-Me deja usted atónito -dijo el coronel-. ¡Que ese desgraciado caballero fuera una de las...estuvo a punto de decir «víctimas», pero se contuvo a tiempo... los socios del club !En el mismo pensamiento le vino a la mente, como un relámpago, que el señor Malthus no había hablado en absoluto con el tono del que está enamorado de la muerte, y añadió, apresuradamente:-Pero sigo en la más completa oscuridad. Habla usted de barajar y repartir cartas, ¿con que finalidad? y usted me parece tan poco deseoso de morir como todo el mundo, por lo que le confieso que no imagino qué es lo que le trae a usted aquí.-En verdad no comprende usted nada -replicó el señor Malthus, más animadamente-. Mi querido señor, este club es el templo de la embriaguez. Si mi delicada salud pudiera soportar esta excitación más a menudo, puede estar seguro de que vendría con más frecuencia. Debo recurrir al sentido del deber que me ha desarrollado la costumbre de la enfermedad y el régimen más estricto para evitar los excesos, y puedo decir que el club es mi último vicio. Los he probado todos, señor -continuó, poniendo la mano sobre el hombro de Geraldine-, todos sin excepción, y le aseguro, bajo mi palabra de honor, que no hay ni uno que no se haya sobreestimado grotesca y falsamente. La gente juega al amor. Pues bien, yo niego que el amor sea una profunda pasión. El miedo es la pasión profunda; es con el miedo con lo que debe usted jugar si desea saborear las alegrías más intensas de la vida. Envídieme, envídieme, señor-acabó con una risita-, ¡soy un cobarde! Geraldine apenas pudo reprimir un movimiento de repulsión ante aquel deplorable individuo, pero se contuvo con un esfuerzo y prosiguió con sus preguntas:-¿Y cómo, señor -inquirió-, se prolonga tanto tiempo esa excitación? ¿Dónde está el elemento de incertidumbre?-Voy a contarle cómo se elige a la víctima de cada noche -repuso el señor Malthus, y no sólo ala víctima, sino a otro miembro del club, que será el instrumento en manos del club y el sumo sacerdote de la muerte en esa ocasión.-¡Santo Dios! -exclamó el coronel-. Entonces, ¿se matan unos a otros?-Los problemas del suicidio se solucionan de este modo -asintió Malthus, con un movimiento de cabeza.-¡Dios Misericordioso! -casi oró el coronel-. ¿Y puede usted... puedo yo... puede... mi amigo...cualquiera de nosotros ser elegido esta noche como asesino del cuerpo y el alma inmortal deotro hombre? ¿Son posibles tales cosas en hombres nacidos de mujer? ¡Oh! ¡Infamia de infamias! Estaba a punto de levantarse en su horror, cuando vio los ojos del príncipe. Le miraba fijamente desde el otro extremo de la habitación frunciendo el ceño y con aire de enfado. Geraldine recuperó su compostura en un momento.-Después de todo -añadió-, ¿por qué no? Y puesto que usted dice que el juego es interesante, vogue la galére, ¡sigo al club! El señor Malthus había disfrutado con el asombro y la indignación del coronel. Tenía la vanidad de los perversos y le gustaba ver cómo otro hombre se dejaba llevar por un impulso generoso mientras él, en su absoluta corrupción, se sentía por encima de tales emociones.-Ahora -dijo-, tras su primer momento de sorpresa, está usted en situación de apreciar las delicias de nuestra sociedad. Ya ve cómo se combinan la excitación de la mesa de juego, el duelo y el anfiteatro romano. Los paganos lo hacían bastante bien; admiro sinceramente el refinamiento de su mente; pero se ha reservado a un país cristiano el alcanzar este extremo, esta quintaesencia, este absoluto de la intensidad. Ahora comprenderá qué insípidas resultan todas las diversiones para un hombre que se ha acostumbrado al sabor de ésta. El juego que practicamos -prosiguió- es de una extrema sencillez. Una baraja completa... Pero veo que va a observar la cosa en directo. ¿Me prestaría usted su brazo? Por desgracia, estoy paralizado.En efecto, justo cuando el señor Malthus iniciaba su descripción, se abrió otra puerta plegable y todos los miembros del club pasaron a la habitación contigua, no sin alguna precipitación. Era igual, en todos los aspectos, a la que acababan de dejar, aunque decorada de modo diferente. Ocupaba el centro una larga mesa verde, a la cual se hallaba sentado el presidente barajando un mazo de cartas con gran parsimonia. Aun con el bastón del brazo del coronel, el señor Malthus caminaba con tanta dificultad que todo el mundo estaba ya sentado antes de que los dos hombres, y el príncipe, que los había esperado, entraran en la habitación. En consecuencia, los tres se sentaron juntos en el extremo último de la mesa

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